Aquí por siempre.

Todo tiene una salida. Una solución. Una vía de escape. Ésta es la mía.

viernes, 12 de octubre de 2012

Color violeta.


Ella, bajo el propio nombre que el cartel desaliñado le ofrecía.
Su camisón ligero, suave, como la más densa seda; crudo como el más tierno de los sentimientos.
Hacía tiempo que no descansaba bien; quizás dormía sí, pero el no tener sueño no implica la ausencia de cansancio. Sus ojos se cerraban una y otra vez, pero ella con todo su esfuerzo, volvía a abrirlos, cuidadosamente; intrigada de saber hasta donde la había llevado el sonambulismo hoy. Divagaba por los pasillos como un alma perdida; sentenciada a un sinfín; a deambular para toda la eternidad sin ya nadie ni nada que buscar.
Cansada ya de la falsa libertad que los sueños le proporcionaban, pues bien sabía que estos, al despertar se desvanecerían y con ellos su felicidad. Harta de que todo su alrededor le dijese lo que tenía que hacer, a sabiendas de que, hiciese lo que hiciese, ya nada podría devolverle su amor. Su príncipe violeta, así era como ella lo llamaba antes de que todo pasara. Antes de que aquel estúpido borracho lo atropellase volviendo a casa de una larga jornada de trabajo. No volvería a ver sus ojos, sus abrazos no la arroparían, sus labios nunca la besarían. Sus palabras de antaño ya no servían ahora.
Sin embargo ella jamás lo dejaría, ella le hablaba, lo abrazaba e incluso lo veía, tan nítido como el primer día que lo conoció. Aquella noche, a pesar de su timidez, él la despojó de sus vergüenzas, le sacó hasta el último resquicio de los besos que ella había guardado para ese alguien tan especial. Rememoraba esos momentos con los ojos bañados en lágrimas, que resbalaban por sus mejillas. En otra época éstas habían sido rojizas, no obstante, ahora eran pálidas, tanto que resultaban casi enfermizas. Sus ojos hundidos, sus manos carcomidas por el paso del tiempo eran fieles motivos para demostrar que nada volvería a ser igual, nada si él no volvía. Y bien sabía que no lo haría porque a la vil doncella de la guadaña nos se le podía contradecir. Se lo llevó y nada podrá traérselo.
Pero ella era feliz. Porque ella lo veía. Lo tenía, era suyo. A pesar de lo que los demás le decían, asumía que estaba loca, pero si su delirante vida le hacía estar con él, nada, absolutamente nada importaba. Aunque estuviese en un lejano edificio de blancas paredes y largos pasillos, aunque cada noche tuviera que tomarse su medicación y dejara de velo no desistiría. Porque a pesar de que cada noche su imagen se desvaneciese, sabía que solo debía esperar a la mañana siguiente par volver a verlo. Y así viviría. O al menos, eso era lo que ella se decía. Cerrar los ojos para siempre era demasiado cobarde.